22.6.14

4 - En el lugar exacto.

Imagen: meteor

Fermín estaba en el patio trasero de su casa recogiendo la basura que había desparramado ese maldito perro, puteando para sus adentros a su padre por obligarlo a juntar el desastre que había hecho su mascota y deseando estar en cualquier otra parte en ese momento. Con el rabillo del ojo captó algo raro en el cielo y por un instante una luz cegadora pareció envolverlo por completo y desorientarlo, pero entonces la sensación pasó y él encontró la excusa perfecta para dejar de lado sus obligaciones.
Un haz de luz rasgaba el cielo, caía en dirección a los montes donde terminaba el terreno de los Jiménez. Fermín dejó todo como estaba y corrió hacia donde apuntaba la luz en el cielo mientras Fox ladraba desaforado intentando liberarse de la correa para alcanzar a su dueño.
Comenzaba a anochecer en el pueblo y supuso que toda la gente se hallaba ya en sus casas, preparando la cena, mirando la televisión o dándose una ducha luego de una extenuante jornada laboral. Nadie reparó en la luz en el cielo y mucho menos en el adolescente desgarbado que corría hacia ella como si la misión más importante de su vida fuese llegar allí antes de que tocara la tierra.
Corrió entre casas y árboles, entre postes y bicicletas, corrió a campo traviesa cuando las viviendas quedaron atrás, iba con la mirada fija en el cielo para no perder de vista su objetivo que avanzaba lenta pero inexorablemente siempre más adelante, inalcanzable. Quería presenciar el momento en que se estrellara contra la tierra, poder ver el hueco que abriera con el impacto, sentir en su cuerpo la vibración que tal colisión ocasionara. Dejó atrás uno de los montes y se dio cuenta de que había subestimado la distancia, caería mucho más lejos de lo que había creído en un primer momento, así que exigió a sus piernas un poco más e incrementó la velocidad.
Parecía no haber estrellas esa noche, los grillos andaban mudos y habiéndose alejado del pueblo ya casi no oía más sonido que el de su propia respiración agitada. Cada tanto un extraño zumbido invadía su cabeza pero él parecía solamente interesado en correr hacia el punto de impacto de aquel cuerpo  cayendo, como si alcanzarlo fuese lo único relevante en el mundo. El meteorito nunca terminaba de caer y Fermín no dejaba nunca de correr, aunque tampoco se sentía cansado.

El recinto era blanco y luminoso, sin embargo las pupilas de Fermín se hallaban muy dilatadas, su mirada se perdía en un punto fijo cercano al techo donde no parecía haber absolutamente nada. Sus piernas se movían a una velocidad increíble para un ser humano, pero no iba a ninguna parte. Una especie de arnés lo sujetaba por la cintura, incrustándole en el torso toda clase de cables y mangueras con líquidos de colores que entraban y salían de su cuerpo. El arnés estaba unido a una máquina por medio de un brazo mecánico del mismo blanco impoluto que el resto del recinto y lo mantenía suspendido sobre una suerte de cinta de correr transparente que se iba adaptando al trayecto que las piernas creían transitar. La máquina llena de displays monitoreaba cuerpo y mente del sujeto de pruebas, arrojaba datos en un lenguaje que ningún terrícola hubiese logrado descifrar.  Muy concentrado en la lectura dichos displays se encontraba un ser que podía confundirse con el resto de la habitación, era de un color blanquecino casi transparente, muy flaco y de largas extremidades que terminaban en tres dedos. Parecía sumido en un profundo letargo mientras observaba los signos que se sucedían sin cesar. Un segundo ser, muy parecido a este pero un poco más alto y menos translúcido, regulaba los fluidos suministrados mediante el arnés. Al otro lado de la máquina el último de los entes, casi redondo y luminoso, recogía los fluidos de diferentes colores extraídos del humano, los libaba mediante una especie de tubo de vidrio y, tras un breve período de degustación, hacía anotaciones en un teclado flotante.

Fermín continuaba corriendo con la vista clavada en el meteorito que nunca terminaba de caer y de pronto comenzó a sentir como si su cuerpo fuera más pesado, sin embargo su marcha no disminuía. Un atisbo de ansiedad, diferente de la que lo impulsara a correr, se coló por un resquicio de su mente. Cayó en la cuenta de que oía ladridos cuando no debía hacerlo, con la distancia que había recorrido desde su casa era imposible que Fox estuviera cerca a menos que hubiese cortado la cadena para ir tras él. Era su perro sin lugar a dudas, reconocería sus ladridos toscos en cualquier parte. ¿Y si Fox llegaba antes que él al lugar del impacto del meteorito? La idea de que su perro pudiera morir aplastado por ir tras él hizo que sus piernas se sintieran de goma, apuró más el paso para asegurarse de encontrar a su mascota para llevarlo de vuelta a casa.

El ser que leía los datos del display levantó la vista preocupado y reprodujo un par de sonidos borboteantes. El encargado de suministrar los fluidos accionó un par de teclas y un líquido color rojo ascendió por las mangueras e ingresó en el organismo del sujeto. El extractor llenó una probeta con un líquido azulado, lo miró unos segundos con ojos brillantes y procedió a libar de él sin oír los apremiantes sonidos que reproducían sus colegas. Instantes después sus ojos desbordaban el líquido azul sin cesar, contagiando a sus compañeros que con los ojos empañados por el llanto no podían desempeñar sus funciones correctamente y tuvieron que abortar el experimento.

Fermín sintió los lengüetazos de su perro en la cara y se alegró de haberlo encontrado antes de que el meteorito lo hiciera. Abrió los ojos y se encontró en el patio de su casa, junto al tacho de basura, a su lado Fox ladraba contento y la cadena tintineaba con cada tirón que el perrazo le daba para acercarse más a su dueño. Fermín se levantó y todo el cansancio del mundo se apoderó de su cuerpo, elevó la vista al cielo y se rascó la cabeza confundido. Suspiró, terminó de juntar la basura y la metió al tacho. Con las pocas fuerzas que le quedaban, liberó a Fox y lo llevó consigo a su habitación. Lo primero que hizo el perro fue acomodarse en su cama, Fermín sonrió y se acostó a su lado. No tenía idea de lo que había sucedido esa noche ni por qué había temido tanto por ese animal pero mientras se sumía en un sueño profundo una parte de su mente le susurró que había sido el perro quien le había salvado la vida a él. Fuera cual fuese la verdad, permanecería allá afuera, ahí adentro sólo quedaba su mutuo amor incondicional, y eso era más que suficiente.

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