22.6.14

Vórtex


Imagen: El dibujo es mío.


El niño tironeó con fuerza  de la manga de su madre para intentar atraer su atención. En mitad de la ancha avenida una especie de carroza como las del carnaval avanzaba con lenta ceremonia, al principio en silencio, luego soltando notas metálicas de vez en cuando. La madre se hallaba enfrascada en una conversación por su celular, los tirones de manga no eran suficiente estímulo para mirar lo que su hijo señalaba.

El joven había salido apurado del trabajo  para evitar el tráfico de la hora pico y una gigantesca lancha con ruedas avanzaba delante de él con la velocidad de una tortuga. Él no oía el tintineo metálico que semejaba una caja musical debido a que no dejaba de hacer sonar la bocina ni un segundo para demostrarle al mundo lo apurado que estaba.

El viejo despertó sobresaltado, desde que había alquilado el departamento en el centro de la ciudad esos despertares eran muy corrientes. Las persianas estaban bajas para mantener alejados tanto la luz del sol como los sonidos urbanos característicos, pero esta vez no había sido suficiente precaución. Una música alegre sonaba en las calles, en medio del centenar de bocinas exasperadas que luchaban por silenciarla. El viejo subió la persiana con gran esfuerzo, la curiosidad había vencido al sueño.

-¡Mami, mami! ¡Mirá! ¡Mami mirá!- el niño ya zarandeaba el brazo de su madre que tuvo que interrumpir la conversación para poder meterle un sopapo como Dios manda a ese pendejo insoportable.
-¡Pará un poco, Luciano! ¿No ves que estaba hablando por teléfono? ¿Qué carajo querés ahora?
La cabeza de Luciano estaba acostumbrada a los sopapos y la ansiedad porque la carroza multicolor se alejaba lo sumía en un silencioso frenesí que logró arrastrar a su madre hacia el origen del bullicio. Justo cuando llegaron cerca del vehículo unas compuertas se abrieron en la parte superior del mismo dejando escapar centenares de globos que poblaron el cielo.

El joven, que se había hartado de tocar bocina, ahora insultaba a los gritos con las ventanillas bajas, señalando los globos que rebotaban y se enganchaban en todas partes, culpando de todas sus desgracias a “esa manga de putos que se cree que puede improvisar un desfile de putos donde quiera y cuando quiera, cagándose en el resto de las personas normales”.
En ese momento, de entre los globos asomaron cuatro figuras de absurdo colorido y gigantesca sonrisa. Una de ellas clavó su mirada en el joven dejándolo mudo e inmóvil, amplió su sonrisa y le arrojó una flor de papel de color rojo que aterrizó en el parabrisas. El volumen de la musiquita comenzaba a elevarse.

En cuanto el viejo asomado a la ventana vio surgir a los payasos de esa especie de acorazado multicolor, una sensación extraña se apoderó de su mente. Era como si estuviese reviviendo una de sus antiguas alucinaciones, y estaba seguro de que el cansancio no tenía influencia en esa percepción, sentía como si se hubiera disparado una alarma silenciosa dentro de él, todo su ser se hallaba en estado de alerta.
Los payasos habían comenzado a arrojar cosas a su alrededor sobre los autos y las personas, si bien no alcanzaba a distinguir qué, podía notar que eran livianas y de color rojo. La inquietud en su interior no decrecía sino todo lo contrario, sentía las manos crispadas y las sienes comenzaron a  latirle a medida que aquel tintineo metálico se aceleraba. Sus manos buscaron algo en la penumbra, lo hallaron y se aferraron a eso con fuerza como si fuese un talismán intentando controlar su respiración nuevamente.

El fastidio de la madre de Luciano era más que evidente, la alegría del niño sumido en el ambiente festivo que emanaba de aquel armatoste la ponía de pésimo humor. Quería llegar a casa, enchufarle el nene a su madre y empezar los preparativos para la fiesta del sábado en la que planeaba drogarse hasta olvidar su propio nombre.
Una flor de papel aterrizó sobre su pecho, el golpe no llegó a dolerle pero fue lo bastante brusco como para molestarla aún más. Alzó la vista mientras le daba la flor al mocoso emocionado que saltaba a su lado y se sobresaltó al descubrir la mirada que se clavaba en ella, detrás del exceso de maquillaje que comenzaba a borronearse por el sudor, un par de ojos fríos y calculadores la miraban fijamente.
Oyó a Luciano chillar y se disponía a calmarle la histeria con un nuevo sopapo cuando descubrió el temor en los ojos del niño y sintió su propio temor reflejado.

El joven apretó el volante hasta que sus dedos se volvieron pálidos. La sonrisa sádica y colorida que relucía frente a él parecía surgida de sus peores pesadillas, esas en las que irremediablemente el monstruo se devoraba a su madre ante sus propios aterrorizados gritos. Sentía el sudor correr por sus mejillas, los ojos le pesaban, le costaba respirar, su percepción de los alrededores comenzaba a distorsionarse conforme el miedo trepaba por su pecho con unas garras afiladísimas. El auto se convirtió en una trampa, tuvo la impostergable necesidad de salir de allí, sin embargo, el aire fresco en el rostro fue sólo un alivio momentáneo, antes de que pudiese respirar hondo el horror ya se había desencadenado. Su mente frágil se quiso aferrar a algún recuerdo de la infancia, a un lugar confortable, cálido, lejano, pero apenas cerró los ojos para escapar de las imágenes que lo rodeaban, la bestia sonriente volvía a devorar a su madre. Los abrió para volver a escapar; los colores, el frenesí musical y las escenas que se superponían ante él formaron un torbellino que arrasó con sus restos de cordura.

El viejo observaba desde la ventana con la mandíbula fuertemente apretada, sus ojos se mantenían alertas e iban siguiendo los acontecimientos con premeditación. Después de arrojar los papeles rojos, sonreír a diestra y siniestra con sus bocas dibujadas y hacer reverencias a quienes quisieran mirar, los payasos se habían quedado quietos unos segundos. En ese momento el viejo pensó “Están eligiendo cada uno su presa… están midiéndolas”, la música se estiró es una sola nota estridente y para cuando retomó el loco tintineo desenfrenado, los bufones se pusieron en acción. Cada uno sustrajo del hueco del que emergía un arma a elección y dio comienzo la brutal carnicería.

Luciano aferraba con toda su fuerza la pierna de su madre, le clavaba dedos y uñas, no dejaba de chillar y escondía el rostro hinchado y mocoso entre los pliegues de la pollera para dejar de ver los rostros demoníacos que se habían puesto los payasos. Su madre intentaba correr y tironeaba de los pelos de su hijo para que dejara de actuar como lastre y le permitiera aumentar la velocidad. Entre la música demencial que perforaba sus oídos comenzaron a escucharse explosiones aisladas. Habiendo visto lo que enarbolaba cada uno de aquellos monstruos sonrientes no tenía ninguna duda del origen de los estallidos. La gente a su alrededor gritaba y corría presa del pánico más primitivo, nadie quería morir de esa manera tan ridícula. En la mente de la mujer que corría con su hijo aferrado a una pierna, el único pensamiento que rebotaba idiota sin cesar era que no podría asistir a la fiesta del sábado si no salía de allí cuanto antes.
Sintió un golpe en la espalda, una especie de quemazón repentina y un dolor insoportable, sus piernas no respondieron y el suelo de pronto comenzó a elevarse al encuentro de su rostro. Los gritos de Luciano se hicieron aún más estridentes. El pensamiento cambió. “Por qué no te callás de una vez, pendejo de mierda.”

El joven había resbalado lentamente hasta quedar sentado en la calle con la espalda apoyada en la rueda delantera de su auto último modelo. En su cabeza sólo sentía un grito sin voz, constante, ensordecedor. Sus ojos no sabían hacia dónde mirar, había gente tropezándose con otra gente o con vehículos abandonados, gente cayendo con la cabeza destrozada, pisoteada por quienes huían del mismo destino. Una mujer que arrastraba a su hijo pasó por delante del joven, los gritos del niño restauraron su vínculo con los sonidos del mundo exterior y pronto deseó que eso no hubiera sucedido. Un disparo en la espalda hizo caer a la madre de bruces en el asfalto, el niño comenzó a sacudirla gritando con más intensidad. Uno de los monstruos coloridos se abrió paso entre la multitud con su demencial sonrisa brillando bajo el sol, se acercó a la mujer derrumbada y la tocó con la punta de su gran zapato para comprobar si aún respiraba. El joven cerró los ojos con fuerza. “Por favor no, otra vez no, mamá, no, por favor, basta. No, no, mamá, por favor…”

El viejo sopesaba la posibilidad de que todo aquello no fuera más que una nueva alucinación. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que irrumpieran en su mente, no había vuelto a suceder desde que le dieran el alta. No recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces, su cabeza funcionaba diferente después del encierro. ¿Cómo saber si con su nueva manera de pensar las visiones podían ser así de vívidas, así de realistas?
Los payasos habían comenzado a disparar y las víctimas caían como moscas, pero no mataban a quienes estaban cerca, no parecía una cuestión de azar. ¿Con qué criterio los elegían?
Sin darse cuenta, el viejo había sacado de entre las sombras aquello que sus manos aferraban y lo apoyaba ahora en el marco de la ventana. Sus ojos se posaron en el arma, su mente no formuló preguntas, simplemente aceptó las circunstancias y no fue necesario tomar la decisión. Acercó el ojo a la mira y comenzó a disparar con precisión, haciendo caer uno a uno a los engendros malignos que desataran una masacre absurda. Los payasos no huyeron, fueron menguando su número de a poco, tampoco detuvieron su actuación, parecían movidos por una voluntad que estuviera más allá de ellos, como si no llevasen las riendas de sus propios actos.
El viejo sobrevoló con la mira el desastroso escenario en que se había transformado la ancha avenida, buscaba colores chillones, bocas despiadadas. Ubicó al último que quedaba en pie, estaba parado junto a un niño de ojos horriblemente hinchados, el engendro parecía estudiar con avidez a un joven que ocultaba su cabeza entre los brazos, como si de esa manera pudiese huir de allí. Algo en la escena lo obligó a observar y esperar.

Luciano estaba sentado en la calle junto al cadáver de su madre, el monstruo que se la había arrebatado continuaba parado a su lado pero fijaba su atención en un hombre que temblaba pegado a la rueda de un auto. El niño ya no lloraba, un vacío inmenso se había apoderado de su pecho y le impedía moverse de allí, su mirada alternaba entre el ser grotesco disfrazado de payaso y el hombre aterrado que no quería escapar de una muerte segura. Lo comprendía sin necesidad de palabras, él tampoco quería moverse pero su situación era diferente, no se sentía en peligro ya, el momento de su riesgo de muerte había pasado, algo más horrible aún estaba a punto de sucederle a ese hombre, algo que debía pasar irremediablemente. Los pensamientos se ordenaron así en su cabeza y Luciano los aceptó como la única verdad. Un reflejo lo hizo parpadear y buscó con la vista su proveniencia. En la ventana de un edificio pudo ver a un hombre con un arma que apuntaba en aquella dirección. Ya había matado a todos los demás payasos pero no se decidía por apretar el gatillo por última vez. Era lógico, aún no era el momento. Por las dudas que aquel hombre no lo supiera, Luciano miró con intensidad el origen del reflejo y negó lenta pero pronunciadamente con la cabeza.

El joven no podía dejar de temblar, nada le importaba en el mundo en ese momento más que mantener los ojos cerrados. A su alrededor había cesado casi todo el bullicio de la masacre, sin embargo podía oír la pesada respiración del demonio que se rehusaba a alejarse. Era igual que en su pesadilla, luego de devorar a su madre el monstruo se quedaba allí impasible, observando… ¿qué? No podía recordarlo. Ella no había sido una buena mamá, él era consciente de ello, pero era la única que tenía ¿por qué tenían que quitársela entonces…? Y ahora de nuevo… abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas:
-¿POR QUÉ NO ME MATÁS DE UNA PUTA VEZ?
El monstruo se acercó más, lo tomó por las muñecas y lo obligó a descubrirse el rostro, que se contrajo de asco y desesperación al sentir el fétido aliento que le era respirado rítmicamente. El joven sintió una sensación de urgencia en su mente y no pudo mantener los ojos cerrados, la criatura que lo observaba parecía trasmitir un mensaje silencioso “VIVE”, “SUFRE”, “RECUERDA”. Abrió los ojos muy grandes y su mente comenzó a gritar sin control y sin freno.

-¿POR QUÉ NO ME MATÁS DE UNA PUTA VEZ?
Las palabras golpearon al viejo en el pecho, se le nubló la vista y las lágrimas desbordaron sus ojos, perdiendo el objetivo en que había centrado la mira. Un miedo infantil atenazó sus miembros que se paralizaron, enjugó las lágrimas, buscó al niño con la mira, pero éste había desaparecido. Volvió a centrar su atención en el payaso que parecía estar hipnotizando al joven en mitad de la avenida y durante ese interminable intercambio de miradas su mente susurró las palabras “vive”, “sufre”, “recuerda” y las lágrimas volvieron a aflorar. Por un instante su cerebro amenazó con colapsar, como si un gigantesco resplandor pretendiera cegarlo, borrar todo su mundo. Luchó contra ello, era su deber, si aquello lo vencía todo habría sido en vano. Respiró hondo, parpadeó repetidas veces enfocando la vista y volvió a observar a través de la mira. El joven también había desaparecido, sólo quedaba en pie el último bufón despreciable escrutando a su alrededor, buscando nuevas víctimas. No podía permitirlo, una certeza determinante le devolvió a sus manos la firmeza necesaria. Los hechos anteriores habían sido de alguna manera orquestados para suceder, pero el límite era ahora, el límite era él, ese era su destino.
Apuntó a la cabeza de la que sobresalían mechones de color fucsia y sin vacilar apretó el gatillo. Disfrutó el momento, vio caer despatarrada a la grotesca figura y sintió los labios curvándosele en una sonrisa. No recordaba la última vez que había sonreído. Soltó el arma y caminó con lentitud hasta su cama, sus músculos se relajaron y casi cayó sobre el colchón. Las lágrimas afloraron al instante, amargas, liberadoras. Lloró por todo y por todos. Por sus recuerdos perdidos, por sus padres olvidados, por todos aquellos que tuvo que ser para llegar a estar ahí en ese momento, porque fuera necesaria esa especie de castigo superior para extraer los elementos nocivos que estaban destruyendo la sociedad. Se sintió un poco asqueado de ser un mero instrumento quirúrgico.
Oyó golpes autoritarios llamando a su puerta, los conocía de memoria, torpes, apresurados, tardíos, ignorantes. Lo inculparían de todo, la masacre de principio a fin, si los payasos continuaban tirados en las calles serían sus cómplices, si habían desaparecido sería el único autor intelectual y material.
Suspiró y con una sonrisa permitió que la oscuridad lo devorara sin ofrecer resistencia alguna. Tiraron la puerta abajo, lo arrastraron fuera de su vivienda junto con el rifle apostado aún en la ventana, volvieron a encerrarlo en un rincón oscuro, sin embrago el anciano no dejaba de sonreír. Su confinamiento sería pacífico y silencioso como no lo había sido ningún otro momento de su vida. Había llegado al final de un tortuoso camino trazado a fuego en su alma como un mapa, su ineludible misión le había costado mucho dolor y desesperación, pero la nueva página estaba en blanco… y tenía la intención de que permaneciera así.
Se sentó en el suelo en mitad de su celda, con las piernas cruzadas, cerró los ojos e inspiró profundamente por última vez.

5 - La última pieza.


El sonido fue ensordecedor, Octavio parpadeó repetidas veces mientras una absurda sucesión de teorías atropellaba su mente, paseó la vista por la plaza debajo suyo buscando un cuerpo desplomado y la consiguiente escena de pánico en que todos comenzaban a correr alejándose del cadáver. Nadie. Claro que no, no tenía sentido, si todavía no apretaba el gatillo ni una sola vez, no había elegido cuál sería su primer víctima del día. Sin embargo las palomas habían volado espantadas, no había sido fruto de su imaginación. El vuelo de las palomas formaba parte del ritual, igual que los gritos, las corridas, la gente cayendo como moscas, era su ritual, sabía cómo llevarlo a cabo, era lo mejor que sabía hacer… pero esta vez era distinto, el  rompecabezas se armaba solo y él no encajaba las piezas.
Entonces olió la pólvora y el dolor lo golpeó de imprevisto, sintió la sangre caliente resbalando por la sien y cayó sobre su costado intentando enfocar la vista en la figura que proyectaba una sombra encima de él. Tosió y el dolor hizo estallar el mundo, el gusto a sangre en la boca le produjo arcadas. No podía ser quien creía, él estaba en una cama, muriendo, como todo el mundo pero aceleradamente, no podía estar allí a su lado… no podía haberle disparado… no tenía las fuerzas suficientes y tampoco le importaban sus acciones, nunca le habían importado.
-Alguien tenía que hacerlo, alguien… tenía que detenerte. Ya está, todo estará bien ahora, hijo, no volveré a dejarte solo, vamos a casa...- la figura se sentó a su lado temblando por el esfuerzo y le sostuvo la cabeza entre los brazos hasta que los ojos de ambos se fueron apagando mientras las lágrimas se entremezclaban con la sangre.

4 - En el lugar exacto.

Imagen: meteor

Fermín estaba en el patio trasero de su casa recogiendo la basura que había desparramado ese maldito perro, puteando para sus adentros a su padre por obligarlo a juntar el desastre que había hecho su mascota y deseando estar en cualquier otra parte en ese momento. Con el rabillo del ojo captó algo raro en el cielo y por un instante una luz cegadora pareció envolverlo por completo y desorientarlo, pero entonces la sensación pasó y él encontró la excusa perfecta para dejar de lado sus obligaciones.
Un haz de luz rasgaba el cielo, caía en dirección a los montes donde terminaba el terreno de los Jiménez. Fermín dejó todo como estaba y corrió hacia donde apuntaba la luz en el cielo mientras Fox ladraba desaforado intentando liberarse de la correa para alcanzar a su dueño.
Comenzaba a anochecer en el pueblo y supuso que toda la gente se hallaba ya en sus casas, preparando la cena, mirando la televisión o dándose una ducha luego de una extenuante jornada laboral. Nadie reparó en la luz en el cielo y mucho menos en el adolescente desgarbado que corría hacia ella como si la misión más importante de su vida fuese llegar allí antes de que tocara la tierra.
Corrió entre casas y árboles, entre postes y bicicletas, corrió a campo traviesa cuando las viviendas quedaron atrás, iba con la mirada fija en el cielo para no perder de vista su objetivo que avanzaba lenta pero inexorablemente siempre más adelante, inalcanzable. Quería presenciar el momento en que se estrellara contra la tierra, poder ver el hueco que abriera con el impacto, sentir en su cuerpo la vibración que tal colisión ocasionara. Dejó atrás uno de los montes y se dio cuenta de que había subestimado la distancia, caería mucho más lejos de lo que había creído en un primer momento, así que exigió a sus piernas un poco más e incrementó la velocidad.
Parecía no haber estrellas esa noche, los grillos andaban mudos y habiéndose alejado del pueblo ya casi no oía más sonido que el de su propia respiración agitada. Cada tanto un extraño zumbido invadía su cabeza pero él parecía solamente interesado en correr hacia el punto de impacto de aquel cuerpo  cayendo, como si alcanzarlo fuese lo único relevante en el mundo. El meteorito nunca terminaba de caer y Fermín no dejaba nunca de correr, aunque tampoco se sentía cansado.

El recinto era blanco y luminoso, sin embargo las pupilas de Fermín se hallaban muy dilatadas, su mirada se perdía en un punto fijo cercano al techo donde no parecía haber absolutamente nada. Sus piernas se movían a una velocidad increíble para un ser humano, pero no iba a ninguna parte. Una especie de arnés lo sujetaba por la cintura, incrustándole en el torso toda clase de cables y mangueras con líquidos de colores que entraban y salían de su cuerpo. El arnés estaba unido a una máquina por medio de un brazo mecánico del mismo blanco impoluto que el resto del recinto y lo mantenía suspendido sobre una suerte de cinta de correr transparente que se iba adaptando al trayecto que las piernas creían transitar. La máquina llena de displays monitoreaba cuerpo y mente del sujeto de pruebas, arrojaba datos en un lenguaje que ningún terrícola hubiese logrado descifrar.  Muy concentrado en la lectura dichos displays se encontraba un ser que podía confundirse con el resto de la habitación, era de un color blanquecino casi transparente, muy flaco y de largas extremidades que terminaban en tres dedos. Parecía sumido en un profundo letargo mientras observaba los signos que se sucedían sin cesar. Un segundo ser, muy parecido a este pero un poco más alto y menos translúcido, regulaba los fluidos suministrados mediante el arnés. Al otro lado de la máquina el último de los entes, casi redondo y luminoso, recogía los fluidos de diferentes colores extraídos del humano, los libaba mediante una especie de tubo de vidrio y, tras un breve período de degustación, hacía anotaciones en un teclado flotante.

Fermín continuaba corriendo con la vista clavada en el meteorito que nunca terminaba de caer y de pronto comenzó a sentir como si su cuerpo fuera más pesado, sin embargo su marcha no disminuía. Un atisbo de ansiedad, diferente de la que lo impulsara a correr, se coló por un resquicio de su mente. Cayó en la cuenta de que oía ladridos cuando no debía hacerlo, con la distancia que había recorrido desde su casa era imposible que Fox estuviera cerca a menos que hubiese cortado la cadena para ir tras él. Era su perro sin lugar a dudas, reconocería sus ladridos toscos en cualquier parte. ¿Y si Fox llegaba antes que él al lugar del impacto del meteorito? La idea de que su perro pudiera morir aplastado por ir tras él hizo que sus piernas se sintieran de goma, apuró más el paso para asegurarse de encontrar a su mascota para llevarlo de vuelta a casa.

El ser que leía los datos del display levantó la vista preocupado y reprodujo un par de sonidos borboteantes. El encargado de suministrar los fluidos accionó un par de teclas y un líquido color rojo ascendió por las mangueras e ingresó en el organismo del sujeto. El extractor llenó una probeta con un líquido azulado, lo miró unos segundos con ojos brillantes y procedió a libar de él sin oír los apremiantes sonidos que reproducían sus colegas. Instantes después sus ojos desbordaban el líquido azul sin cesar, contagiando a sus compañeros que con los ojos empañados por el llanto no podían desempeñar sus funciones correctamente y tuvieron que abortar el experimento.

Fermín sintió los lengüetazos de su perro en la cara y se alegró de haberlo encontrado antes de que el meteorito lo hiciera. Abrió los ojos y se encontró en el patio de su casa, junto al tacho de basura, a su lado Fox ladraba contento y la cadena tintineaba con cada tirón que el perrazo le daba para acercarse más a su dueño. Fermín se levantó y todo el cansancio del mundo se apoderó de su cuerpo, elevó la vista al cielo y se rascó la cabeza confundido. Suspiró, terminó de juntar la basura y la metió al tacho. Con las pocas fuerzas que le quedaban, liberó a Fox y lo llevó consigo a su habitación. Lo primero que hizo el perro fue acomodarse en su cama, Fermín sonrió y se acostó a su lado. No tenía idea de lo que había sucedido esa noche ni por qué había temido tanto por ese animal pero mientras se sumía en un sueño profundo una parte de su mente le susurró que había sido el perro quien le había salvado la vida a él. Fuera cual fuese la verdad, permanecería allá afuera, ahí adentro sólo quedaba su mutuo amor incondicional, y eso era más que suficiente.

3 - De llaves y puertas cerradas.


Levantó todos los almohadones del sillón, revisó cada uno de los bolsillos de los abrigos colgados del perchero, revisó debajo de la alfombra, dentro de los zapatos, hasta en la heladera. No hubo caso, las llaves iban a ganar a las escondidas esta vez y se quedaría sin poder salir, con el vestido puesto y apestando a perfume. Se sentó en el sillón de almohadones desordenados, apoyó los pies sobre la mesa ratona, los zapatos de taco alto huyeron despavoridos rumbo a la alfombra y un bucle se balanceó como un péndulo delante de sus ojos delineados. Se sentía estúpida encerrada en su propia casa. En cualquier momento aparecería Gustavo en la puerta para llevarla a cenar y ya había arruinado su cuarta cita sin siquiera abrir la puerta… o precisamente por eso.
Presa de una rabia lenta y pesada, dio vuelta la cartera para vaciar todo su contenido sobre los almohadones, ya no buscaba las llaves, necesitaba el teléfono y una excelente excusa para cancelar la cita a último momento. No quería hacerlo, Gustavo le gustaba demasiado para dar un paso atrás después de avanzar y avanzar… pensar que esa noche había decidido acostarse con él.
Miró la hora: diez menos cuarto. Tenía quince minutos para salir de la casa y esperarlo en la puerta, ya planearía qué hacer a la vuelta, llamar un cerrajero, meterse por una ventana… quizás ni siquiera regresara. Ese pensamiento la alentó lo suficiente para volver a ponerse los tacos, juntó las cosas desparramadas por el sillón, pasó frente al espejo para acomodarse el pelo y revisar el maquillaje.  Durante unos segundos respiró hondo y suspiró, no se reconocía en el espejo, tanta producción para agradarle a un tipo que le cayó más que bien de entrada… ¿valdría la pena? Se alejó del espejo antes de  que las dudas la asaltaran y el timbre la sorprendiera anunciando la inevitable cancelación de la cita.
Las ventanas de la planta baja poseían rejas, imposible escapar por una de ellas, subió las escaleras hacia el primer piso, se asomó por la ventana de su habitación para ver el automóvil de Gustavo a pocas cuadras y desesperó. Unos metros delante de ella el único árbol cercano extendía una de sus ramas hasta la ventana como un brazo ofreciendo su ayuda. No se permitió dudarlo, se sacó los zapatos, los arrojó al jardín junto con la cartera, se encaramó en la rama y lenta pero segura avanzó hacia la copa del árbol, enorme y oscura. Una vez allí, una oleada de recuerdos la asaltó de improviso, no quiso rendirse a ellos, se obligó a bajarse y a pensar en otra cosa hasta que sintió el pasto humedeciéndole los pies. El corazón le latía enloquecido, las lágrimas rodaban por sus mejillas y Gustavo la observaba con sus enormes ojos oscuros sosteniendo en una mano sus zapatos de taco alto.
Ella no supo qué hacer así que se quedó allí parada, con el vestido levantado, el maquillaje corrido, el cabello alborotado y un rasguño en la rodilla de donde podía sentir la sangre bajando por su piel.
-Hola… perdí las llaves- fue lo único que supo articular y una carcajada se escapó de sus labios.
Gustavo se acercó, le tocó la mejilla húmeda con surcos negros dibujados por el rímel, apartó el bucle que pretendía ocultar cuánto brillaban sus ojos y la besó sin mediar palabra.
-Estás hermosa. -dijo cuando pudo dejar de besarla.- ¿Tenemos que salir a algún lado?
Ella volvió a reír y comenzó a subir por la desvencijada escalera oculta tras el tronco del árbol, cuando estuvo arriba lo ayudó a trepar los últimos escalones. Los ojos de Gustavo se iluminaron al descubrir la casa del árbol abandonada hacía años pero que tenía un efecto mágico en la mujer sentada a su lado, que parecía una niña emocionada. El lugar resaltaba esa sensibilidad y sencillez que tanto le gustaban y que ella se empeñaba en ocultar. Sacó un pañuelo del bolsillo y le secó la sangre de la rodilla mientras observaba divertido sus labios inquietos contándole historias de su infancia, inmensas aventuras pobladas de misterios, amigos y colores. Sentía unas inmensas ganas de hacerle el amor allí mismo, pero qué apuro había, tenían todo el tiempo del mundo porque desde esa noche tuvo la certeza de que nunca la dejaría escapar de su lado.

2 - Gemido



Imagen: Red

Levantó la vista conmocionada, con un suspiro entrecortado y el pecho retumbando por dentro. Él no se había fijado en ella y eso era bueno, no podría soportar la vergüenza de saber que la estaba mirando mientras alcanzaba ese orgasmo dulce y silencioso con sólo imaginar que sus manos la estaban acariciando.

1 - Duendes de Jardín.



El viento soplaba con una fuerza inquietante, las hojas aún verdes se sacudían aterrorizadas mientras que las secas se dejaban arrastrar sin resistencia alguna. En medio del jardín, un pozo oculto por piedras y pequeños troncos estaba a punto de quedar al descubierto. Una enorme hoja seca revoloteó un instante sobre el agujero para luego continuar viaje hacia donde el viento la quisiera llevar, pero en el segundo definitivo, una diminuta mano se asomó, aferrándola por el tallo y la introdujo a medias en la tierra, luchando por mantenerla en ese lugar sin que se rompiera.
Grof, el rechoncho Duende Guardián del Jardín 84, sudaba y resoplaba luchando con la hoja seca que no quería oficiar de camuflaje para su guarida. Pensaba en el tiempo que le había tomado juntar las piedras, los troncos, acomodarlos para que parecieran naturales, mirar desde todos los ángulos imaginables para saber con certeza que no podrían hallar la entrada ningunos ojos curiosos… y ahora por culpa del maldito viento todo ese trabajo había sido en vano.
El tallo de la hoja se quebró entre sus dedos y la parte superior salió volando arrebatada por la furia del viento.
Grof cayó sentado, refunfuñando entre dientes con el tallo seco aún entre las manos y los pelos blancos de la cabeza y la barba revoloteando sin control. Eso le recordó que su sombrero había desaparecido dos días atrás y su mal humor se intensificó. Se quedó allí sentado, odiando el clima, a los ladrones de sombreros y al perro del vecino (ya no recordaba por qué, pero el odio no se diluía con la razón del mismo), suponiendo que debía tapar la entrada de su hogar hasta que pasara la tormenta. Ya no importaba ser descubierto, nadie en su sano juicio hurgaría el jardín en pleno temporal, pero no quería despertar en mitad de la noche flotando en el agua helada, así que se levantó con gran esfuerzo, trepó por la escalinata de piedritas minuciosamente acomodadas y a mitad de camino se detuvo asombrado. Entre medio de dos escalones asomaba un retazo de tela color verde manzana, flameaba con el viento como si lo estuviera saludando. Lo aferró entre sus dedos y lo acercó a su rostro ceñudo, lo olió con una profunda inspiración para terminar de convencerse. Olía a manzanas verdes. El único jardín del barrio con un manzano era el 82 y Milos, su Duende Guardián, vestía ropas de ese color.
Ahora sí que Grof estaba furioso, indignado, colérico. Se olvidó del viento que amenazaba con hacerlo volar por los aires mientras salía de su guarida, se olvidó de la inminente tormenta que empaparía su lecho de hojas seleccionadas especialmente para soñar con nogales y se olvidó de que odiaba al perro del vecino hasta que éste lo correteó por todo el Jardín 83 a medida que lo atravesaba para llegar al siguiente. Cruzó el cerco hacia el 82 y se detuvo un momento para recobrar el aliento mientras veía las hojas del manzano bailotear la danza del viento y buscaba con la vista la entrada de la guarida de Milos oculta por las raíces del árbol. En cuanto la ubicó, se enderezó y avanzó hacia allí con determinación.
Asomó la cabeza en el hueco apenas disimulado por las raíces, encontró los peldaños y comenzó a descender barajando en su mente sus futuras acciones. En el camino encontró carreteles de hilos de todos los colores, retazos de telas, botones amontonados… ya imaginaba su sombrero mutilado, el rostro de Grof se estaba poniendo morado, igual que el resto de su vestimenta. Vislumbró la figura de Milos de espaldas muy concentrado en la tarea que estuviera llevando a cabo, se acercó un poco más con la vista clavada en el Duende Ladrón de Sombreros y al pararse sobre una ramita seca que el viento había arrastrado hasta esas profundidades, la quebró con su inevitable sonido delator. Milos se dio vuelta y al reconocerlo una gran sonrisa le iluminó la cara, confundiendo a Grof y haciendo que se atragantara con su enojo al punto de no poder ni siquiera gesticular. El Duende verde manzana del Jardín 82 no le dio tiempo para salir de su estupor, lo agarró de un brazo y lo llevó arrastrándolo detrás de si al tiempo que pegaba saltitos entusiasmados hasta la salida de la guarida. Una vez afuera lo empujó con mucha insistencia hasta que logró que trepara con él hasta la copa del manzano, entonces se sentó en una rama, lo invitó a hacer lo mismo y esperó.
 El viento acariciaba el rostro de Grof enmarcado en sus pelos danzantes que le recordaron la ausencia de sombrero, pero la curiosidad pudo más y terminó sentándose al lado del Ladrón que parecía tener algo que confesar. Milos sacó de entre sus ropajes un sombrero color morado casi idéntico al suyo pero con algunas modificaciones y antes de que Grof pudiera retomar el enojo se lo puso en la cabeza y con un par de movimientos veloces sacó del interior del mismo una especie de tiras que procedió a atar en los hombros y axilas del anonadado Duende.
Cuando terminó tampoco le dio tiempo a reaccionar, con una enorme sonrisa y los ojos brillantes por la emoción, Milos se puso de pie y saltó del manzano. Grof no pudo hacer más que retener el aliento y asomarse para ver la espantosa muerte que sería el final del Ladrón de Sombreros, le parecía un castigo absurdamente desproporcionado, teniendo en cuenta que le había devuelto el sombrero… o casi… entonces se quedó boquiabierto. El sombrero verde manzana se abrió de pronto como el capullo de una flor que fue arrastrada por el viento unos metros y entonces  Milos aterrizó lenta y graciosamente sobre las hojas secas desparramadas por el césped riendo como un demente.
Grof no podía salir de su estupor, el corazón le latía salvajemente en el pecho. Cuando Milos terminó de reír y comenzó a hacerle señas para que lo imitara, el miedo lo paralizó. Miró hacia abajo, la altura era considerable, el viento soplaba con mucha fuerza, el perro del vecino le ladraba a través de la reja y una tormenta se avecinaba… debía regresar a su Jardín, tapar la entrada de su guarida para que no se llenara de agua, lentamente el ceño volvió a arrugarse devolviéndole el gesto habitual en su rostro. Sus ojos se posaron en Milos, que parecía rebosante de alegría y despreocupación, pensar que había venido dispuesto a golpear ese rostro… cerró los ojos y sin pensarlo dos veces saltó al vacío. El viento infló su nuevo sombrero como si fuera un paraguas y tuvo que mirar. El jardín bailaba a su alrededor, las flores lo saludaban como a una más de ellas, el perro seguía ladrando pero sin dejar de mover la cola, las hojas secas se arremolinaban en su entorno y volar era tan hermoso que cuando sus pies tocaron el suelo se sintió extraño. Sus ojos se encontraron con los de Milos brillando agradecidos de emoción y su próximo movimiento fue inconsciente, la risa se apoderó de su cuerpo pero eso no le impediría ganar la carrera de vuelta a la copa del manzano todas la veces que fuera necesario para hasta que sus pies se olvidaran que lo natural era estar en contacto con el suelo.