29.9.07

.: VI :. (Urgencia)

Más allá de su introversión, Sebastián era un tanto metódico con sus costumbres. Respetaba ciertos rituales, por ejemplo a la hora de comer. Sus horarios eran estrictos. A las doce y media del mediodía debía almorzar sin retraso, o el dolor en su estómago no le permitiría pensar siquiera. Con la cena era igual de puntual. Ocho y media. Necesitaba tiempo suficiente para hacer la digestión antes de dormir.

No podía tomar agua que no fuera mineral, ni comer frutas o verduras que no fueran frescas. Pensaba que las latas no eran dignas de contener más que cosas como pintura, pegamento… a lo sumo cacao. Pero ¿comida enlatada? No, gracias.

Algo que también solía alterar bastante su día era su imposibilidad de ir a un baño público. Ni siquiera a orinar. Ni hablar de aventurarse a entrar en uno de los baños de Ciudad Universitaria… cualquiera con el sentido del olfato medianamente desarrollado intentaría evitarlo, a menos que se tratara de una emergencia. (Aunque, a juzgar por el olor, se podría decir que todos lo que entran allí lo hacen con tal urgencia que no se fijan dónde.)
Resulta que un jueves por la mañana Sebastián sentía una apremiante necesidad de hacer pis. Lo único que podía salvarlo del desastre era que Diego aún estuviera cumpliendo su turno de trabajo en la cafetería del CBC. Ésta poseía un sanitario sólo para empleados, y Sebastián daba fe de su pulcritud. (Mérito de Dominga, la cincuentona señora encargada de la limpieza.)
Corrió disimuladamente por los pasillos en penumbras del Pabellón I. Subió de dos en dos los escalones que lo separaban de la cafetería y al entrar su rostro se iluminó al descubrir a Diego, aún tras el mostrador, acomodando bandejas y tazas.
Lo saludó con un ininteligible murmullo que pretendía explicar su situación. Su amigo asintió sonriendo. Ya estaba acostumbrado.
No hay descripción suficiente para explicar el alivio, físico y mental, que sintió una vez que llegó al baño. Sólo quienes hayan estado en una situación semejante comprenderán.
Luego de lavarse las manos, salió con una sonrisa de agradecimiento ilimitado. Diego le hizo señas de que ya casi terminaba y él se quedó a esperarlo. Podrían almorzar juntos. Eran las doce y diez.
Sentado detrás del mostrador, Sebastián paseó la vista por las empanadas y tartas dispersas en los estantes. Lo hizo por el solo placer de acariciarlas con la mirada. Cuando comía fuera de casa, siempre era lo mismo: un par de tostados con un jugo de naranja exprimido.
Distraído se hallaba cuando, entre dos empanadas de verdura, vislumbró el perfil de Ella. Un ojo grisáceo de pestañas cortas pero numerosas; la pequeña nariz, levemente respingada y una parte de su frente. Muñeca de marfil.
Contuvo la respiración unos instantes, hasta que una palmada de Diego en la espalda lo obligó a expeler el aire.
– Dale, vamos a comer algo. Ya estoy, ¿viste qué puntual? Doce y veinte. –señaló el reloj, mientras se encaminaba a la única mesa vacía que quedaba. –Ahora Juancho nos trae, ya le pedí.
Sebastián asentía con la cabeza pero no escuchaba una sola palabra, ni siquiera a su estómago que ya gruñía. Ella masticaba una papa frita de vez en cuando con aire ausente y se perdía en un libro abierto delante de sí. Estaba sola.
La mesa que ocuparían era contigua a la suya. Sebastián se sentó en diagonal a ella. Podía verla con el rabillo del ojo sin mover la cabeza.
– ¿Qué cursaste hoy, Seba? –quiso conversar Diego.
Él estaba tan nervioso que ni lo recordaba ni le salían las palabras.
– Eh… Álgebra y… mmm… Cálculo. –contestó en voz baja intentando, sin lograrlo, disimular su ansiedad.
– Uh… ojalá yo tuviera tu cerebro. El mío no aguanta esas dos materias en un mismo día.
Sebastián sonrió y se ruborizó. Diego no hablaba en voz tan alta como Sergio, pero Ella estaba lo bastante cerca como para oírlo. No quería que oyera eso. O quizá, secretamente, sí.
Juancho se acercó a traerles el almuerzo. Comenzaron a comer en silencio, cada uno su respectivo tostado. (Diego lo acompañaba hasta en el menú, y eso a él le causaba gracia y a la vez cierto regocijo)
– ¡Lu! ¡Estás sola! ¿Nos podemos sentar con vos? –exclamaron las dos chicas que acababan de entrar.
“…Lu… Luciana, Lucila, Lucía, Ludmila…” Un sinfín de nombres atropelló la mente de Sebastián. Cómo le molestaba esa manía de cercenar los nombres en una sola sílaba… Pero al menos tenía un monosílabo. “Lu”. Sonrió al tostado y se sintió estúpido.
Ella levantó la vista de su libro, mitad sorprendida, mitad fastidiada. Era evidente que aquella compañía implicaba una indeseable distracción de su lectura. Pero no había otros lugares desocupados, así que cerró el libro con resignación y las invitó a sentarse.
Diego las observó como un gato a dos suculentos ratones. Hubo algo que lo obligó a desistir, como la repentina certeza de que no tenía la más mínima oportunidad… porque volvió a concentrarse en el jugo de naranja.
Sebastián pensó que las recién llegadas parecían púberes hormonalmente descontroladas. Sin embargo, de haber mantenido la boca cerrada, aparentarían unos veintipico, igual que Ella.
Diego comenzó a contarle sobre sus exámenes. Él, mientras asentía, intentaba captar la conversación que se desarrollaba en la mesa contigua.
Hablaban de hombres, fines de semana, planes y deseos sexuales. Lu no participaba, sólo escuchaba con atención. Una de ellas describía con detalle la fisonomía y anatomía de un casi desconocido que la enloquecía. Estaba decidida a llevárselo a la cama. Lo había visto tres o cuatro veces en un pub y aseguraba que por su forma de mirarla ya lo tenía bajo las sábanas.
Ahora Diego se quejaba de su mala suerte con las mujeres.
Los dos pares de ávidos ojos femeninos se clavaron en Ella, interrogándola.
– ¿Y vos, Lu? ¿Tenés novio?
Sebastián apretó los dientes, pero Ella negó con la cabeza, masticando una papa frita.
– Ah, entonces imagino que debés estar ansiosa por la llegada del finde, ¿no? Así podés enganchar a un tipo que te caliente la cama… –ambas rieron, cómplices.
Ella ni siquiera sonrió.
– La verdad que no. –dijo con voz clara y suave, pese a su gravedad –No estoy tan desesperada. Además ese tipo de relación no me sirve. No me gusta que me seduzcan, y siento que la atracción desenfrenada se consume como un fósforo que trataras de comerte y saborear... No, la verdad que no…- repitió.
Su mirada se cruzó con la de Sebastián, que la observaba directo a los ojos con profundo respeto. Ella le sonrió.

Y, por primera vez; él, sin bajar la vista, le devolvió la sonrisa.

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