24.8.04

Banquete.

"Trágico conejo, la noche nos devora..."
Nino Z.

La vajilla estaba dispuesta sobre la mesa con obsesiva meticulosidad, detalle que ya no importa demasiado. Los huéspedes se han desparramado sobre ella con voraz y estúpido frenesí. Se abalanzan sobre los platos vacíos como si de estar llenos les fuesen de alguna utilidad. Se sumergen en los vasos de a dos y hasta tres, enredándose ebrios y desesperados.
Como arañas autómatas caminan unas sobre las otras, buscando ansiosas, rasguñando el aire. Se tocan las yemas de los dedos entre sí, en una muda conversación de táctiles antenas en la que parece difundirse un mensaje de desaliento.
Vuelven a arrastrarse, casi agachadas, ignorando ya platos y cubiertos inanes, sorteando copas volcadas y no tanto. Olfatean el aire sin aromas en un gesto interrogativo, sintiendo que lo que buscan está ahí en alguna parte, inalcanzable, en una zona vedada, prohibida.
Los dedos crispados como nerviosas garras se aferran a los bordes de la mesa, absurda y enorme frontera para el universo de su ansiosa necesidad.
Debajo del mantel en que tropiezan y desesperan decenas de manos lunáticas, entre las gruesas patas de madera, temblando aterrado asoma un pequeño conejo gris de orejas caídas. Husmea el aire y se estremece, alerta de una amenaza próxima a vejar su inocente pureza.
Presiente que tarde o temprano será oprimido, despedazado y devorado por la incoherente gula de los comensales, pero no sabe hacer más que esperar, tembloroso, a que el mundo sane y pueda salvarse.
(No sabemos hacer más que esperar, temblorosos, a que el mundo sane y podamos salvarnos...)

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